9/15/2008

La crisis institucional en Bolivia y el futuro de América Latina

Pablo D. Eiroa


En los últimos días, los medios de comunicación han reportado los dramáticos hechos de violencia política que se están registrando en Bolivia desde la semana pasada. Aparentemente, las provincias que forman la Media Luna del sur, dominada por blancos y asiento de los mayores yacimientos de petróleo y gas, se alzaron reclamando autonomía del poder central y control directo y exclusivo de esos recursos. Al amparo de esas reivindicaciones generales, habría aparecido un sector político dispuesto a imponerse aun a costa de la guerra civil.
No debe olvidarse que pocas semanas atrás el presidente de Bolivia, Evo Morales, fue confirmado en su cargo por referendo popular con el 70 % de los votos, después dos años y medio de gobierno. De esa manera, los sectores de oposición a Morales habrían quedado deslegitimados por la amplia mayoría de la sociedad boliviana, compuesta de un tercio de indígenas favorables a la gestión del presidente, y no encontrarían otra solución inmediata a la defensa de sus intereses que el uso de la violencia política.
De la mano de las noticias sobre las primeras muertes resultantes de esos hechos lamentables, llegó también a público conocimiento la decisión del presidente boliviano de expulsar al embajador de Estados Unidos. Se sabe que Morales, quien durante la ceremonia de asunción a su cargo dijo que terminaban en ese momento 500 años de resistencia e iniciaban 500 más de gobierno indígena, ha sido el blanco sudamericano del ataque virulento de la diplomacia norteamericana, junto al presidente de Venezuela, Hugo Chávez.
En verdad, las relaciones del gobierno de Washington con los países de América Latina se han deteriorado particularmente desde que éstos, valiéndose de la suma de alimentos, energía y agua dulce, impulsaron la consolidación del Mercosur y prácticamente desarticularon el plan de Washington, llamado ALCA, para comerciar con la región. Pero debido, sobre todo, a las características de sus liderazgos, Venezuela y Bolivia quedaron ubicadas en las posiciones más radicalizadas.
Más allá de sus declaraciones públicas que en más de una oportunidad dejaron en claro su neta oposición al gobierno de George Bush (h), Morales y Chávez tomaron decisiones drásticas que apuntalaron con hechos la retórica política. Por ejemplo, ambos presidentes pusieron bajo el control del Estado la explotación de las riquezas energéticas nacionales, indemnizando y asociando en algunos casos a las empresas internacionales que explotaban esos recursos. Y justamente, como hemos dicho, son las provincias bolivianas con los mayores yacimientos de petróleo y gas las que se alzaron reclamando autonomía del poder central y control directo y exclusivo de esos recursos.
Morales acusa a Estados Unidos de estar promoviendo y apoyando dichos reclamos llevados a cabo con modalidades subversivas del orden democrático. Por ello tomó la decisión de expulsar al embajador de la potencia mundial y recién el viernes 12 de septiembre, cuando aquel ya se disponía a abandonar el país, se reunió en La Paz con el prefecto de Tarija, como representante de los departamentos de la Media Luna, para tratar de calmar la violencia generalizada en el oriente boliviano.
La situación de suma gravedad institucional y social que vive Bolivia tiene repercusiones relevantes en toda la región sudamericana. El presidente Chávez, fiel a su estilo agonístico y a su posición fuertemente crítica y opositora de la política de Bush, siguió el paso de Morales y expulsó él también de su país al embajador norteamericano. Así lo anunció el mismo presidente caribeño ante las cámaras de la televisión venezolana, aprovechando la ocasión para advertir públicamente a las fuerzas armadas bolivianas de que en el caso de que retiraran su apoyo a Morales e intentaran derrocarlo, le darían pié para intervenir militarmente en respaldo de su aliado.
Por su lado, Brasil y Argentina, dos compradores del gas boliviano, comenzaron a movilizar a sus respectivas diplomacias en respaldo de Morales. La cláusula democrática del Mercosur, que compromete a sus miembros a sostener el sistema de gobierno homónimo, los principios de solidaridad y los intereses nacionales obligan a los presidentes Fernández de Kirchner y Lula da Silva a adoptar esa posición, pero también es cierto que el efecto desestabilizador que puede derivar del caso boliviano, si la situación no se controlara a tiempo, es un riesgo latente para el crecimiento del proyecto político y comercial de unión de la región, en un momento en que todos reconocen la necesidad de aprovechar el terreno fértil que representan las excepcionales cotizaciones de los productos primarios sudamericanos en nuevos mercados de la envergadura de India y China. Todo ello, naturalmente, no parece favorecer las relaciones de los países del sur del continente con la superpotencia del norte.
La presidenta de Argentina, además, tiene otro motivo particular para conducir a su gobierno en una dirección contrastante con los intereses norteamericanos. En agosto de 2007, pocos meses antes de las últimas elecciones presidenciales, un ciudadano venezolano, Guido Alejandro Antonini Wilson, fue detenido en el aeropuerto internacional de Buenos Aires en poder de una valija que contenía ochocientos mil dólares. El venezolano había llegado al país desde Caracas, en un vuelo charter alquilado por funcionarios argentinos que serían luego separados de sus cargos. En medio del escándalo que suscitó la confusa información acerca del origen y el destino del dinero secuestrado, Wilson abandonaría el territorio nacional, ante la incredulidad de la opinión pública argentina, en dirección a Miami. La justicia argentina dirigiría más tarde a la estadounidense un pedido de extradición, el cual, hasta hoy, no ha tenido respuesta alguna. Todo esto generó un escándalo político que impactó en el naciente gobierno de Fernández de Kirchner, esposa del anterior presidente argentino, a la que se acusó desde varios sectores de saber bien que el dinero en cuestión había sido enviado por el presidente Chávez para apoyar la campaña política que la llevaría al triunfo en las elecciones de octubre. Tanto la nueva presidente como su esposo se encargaron enseguida de ubicar dicho escándalo en la categoría de conflicto internacional con los Estados Unidos, pues acusaron a ese país de impulsar una campaña sucia para desprestigiar su administración, más allá de que aún nadie puede explicar precisamente quién es Wilson y por qué salió de Argentina pocos días después de haber intentado ingresar ilegalmente en territorio nacional una semejante suma de dinero.
El escándalo volvió a estar en el centro de la discusión pública en los últimos días, puesto que Wilson será llamado a testimoniar el próximo martes, 16 de septiembre, en un proceso que se está llevando a cabo en Miami contra el empresario venezolano Franklin Durán, acusado de conspirar y actuar como agente de inteligencia venezolano dentro del territorio de los Estados Unidos, sin la previa notificación al Estado norteamericano. Desde Estados Unidos se especula con que Wilson brindará información que demuestre que el dinero secuestrado por las autoridades aeroportuarias argentinas había sido enviado por Chávez para financiar la campaña de la actual presidente argentina, mientras que desde Caracas y Buenos Aires se sostiene que Wilson, en verdad, es un agente de la inteligencia norteamericana.
Hay un dato, de todos modos, que no se puede soslayar: la presidencia de Bush está llegando a su fin, ya que en pocas semanas habrá elecciones en Estados Unidos y aunque ganara el candidato republicano, John McCain, o con más razón si el vencedor es el demócrata Barack Obama, es evidente que las relaciones entre la superpotencia americana y los países del Cono Sur estarán signadas por matices diferentes. Si bien está claro que los intereses de Estados Unidos seguirán condicionando de manera determinante el rumbo de la región, el modo de defenderlos cambia, como ha sucedido históricamente, según las características de cada administración. Y lo que se espera, por cierto, es que la nueva administración norteamericana refuerce su compromiso de defender el Estado de Derecho y la protección efectiva de los derechos humanos en toda la región, promoviendo relaciones políticas con los países sudamericanos que no permitan cultivar ninguna duda acerca de su vocación a favorecer la estabilidad de los gobiernos que han sido elegidos democráticamente y ejercen su función en el marco de la ley.
Al cumplirse treinta y cinco años del derrocamiento del socialista chileno Salvador Allende, este augurio resulta más que oportuno. Como se sabe, el 30 de junio de 1999, Peter Kornbluh, responsable del Archivo Nacional de Seguridad para el “Proyecto Chile” del Departamento de Estado en la época de Kissinger, declaró: “está viniendo a la luz el rol sucio de nuestra política en Chile. El material devenido público permitirá poner en evidencia los delitos ordenados por Pinochet y los alcances del apoyo que el gobierno norteamericano le dio a la dictadura. Los documentos son alrededor de dieciséis mil y se refieren a las maniobras de la administración Nixon para derrocar a Allende y sostener a Pinochet. Ahora sabemos qué tipo de ayuda brindó la CIA a la DINA, la policía secreta del régimen militar: adiestramiento, material técnico y colaboración directa en ocasión de algunas operaciones” (vid A. Mulas, Allende e Berlinguer. Il Cile dell’Unidad Popular e il compromesso storico italiano, Manni, Roma, 2006, pp. 11-12). Eran los años de la guerra fría, en los que prevalecía una concepción de la política en la que la lucha contra el comunismo representó la justificación –y a veces la excusa- para todo tipo de intervención o para apoyar a los regímenes dictatoriales que, si bien no garantizaban “libertad y democracia” para los pueblos, debían ser sostenidos por sus méritos en la lucha anticomunista, así como se hizo durante décadas en América Latina.
Aquel 11 de septiembre de 1973, en efecto, sería la marca inicial de una ola de golpes de Estado en los países del Cono Sur que fueron apoyados logística y económicamente por los Estados Unidos. Y que por cierto no sólo se encaminaban a evitar el acercamiento geográfico del enemigo ideológico por motivos de seguridad militar, sino que también perseguían la consolidación de la hegemonía económica de la potencia norteamericana que se venía imponiendo prepotentemente desde el final de la segunda posguerra.
En Argentina, por ejemplo, con el último régimen militar que derrocó al gobierno democrático el 24 de marzo de 1976, se instaló un modelo económico que, en cuanto proyecto de capitalismo ilegal y consecuentemente de sociedad sin ley, no consensuado ni compartido, requería dos puntos de apoyo articulados: la ilegalidad del poder y la impunidad. Este “capitalismo sin ley”, en el marco del cual se cometieron innumerables delitos en el área económica, como las administraciones fraudulentas de bancos y entidades financieras, el vaciamiento de empresas del Estado y de las Cajas de jubilación, la estatización de deuda privada, etc., fue necesario para que se cometieran tales delitos. El caso paradigmático puede ser, indudablemente, el de la deuda externa con el Fondo Monetario Internacional, es decir, in primis con Estados Unidos de América: “No se trata de sostener la hipótesis conspirativa de que el Estado terrorista fue implantado para contraer la deuda, sino sencillamente aceptar que ella sólo pudo ser posible a través del Estado terrorista y que este tipo de Estado fue un extremo necesario para que estas cosas ocurrieran, ya que hubieran sido imposibles en un Estado de derecho. Es obvio que la estatización de la deuda externa privada decidida por el Banco Central no hubiera sido posible en una nación con sus instituciones funcionando” (vid J.M. Simonetti, El fin de la inocencia. Ensayos sobre la corrupción y la ilegalidad del poder, Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 2002, pp. 131-132).
Hoy como ayer, por lo tanto, el fortalecimiento de la estabilidad institucional y democrática de la región, el crecimiento de sus economías, el desarrollo de la unión política y financiera de sus países, y la protección efectiva de los derechos humanos, son objetivos interdependientes que se condicionan recíprocamente, de manera tal que uno difícilmente pueda alcanzarse sin los otros. La creciente demanda de los productos primarios sudamericanos en el nuevo escenario económico mundial, sumada a los buenos resultados que está brindando la experiencia de intercambio comercial en el área de integración regional, vuelven a ofrecer a América Latina una oportunidad extraordinaria para que la región deje de ser la más injusta del mundo en la distribución de sus riquezas y organice un espacio común para realizar negocios rentables en la globalización económica y comercial. Las profundas divisiones políticas y los recelos sociales y étnicos en países que, como Bolivia, han visto durante décadas a la mayor parte de sus poblaciones excluidas del poder y el bienestar, incluso a través de la violencia ilegal impulsada desde el Estado y apoyada por gobiernos extranjeros interesados en la regresión política, cultural, social y económica de América Latina, deben ser cuestiones que se pongan en los primeros lugares de la agenda política regional e interesen a todos los gobiernos en la adopción de soluciones comunes. Sólo así la región podrá avanzar en la concreción de aquellos objetivos.